Un sector amenazado: pescadores artesanales en Montevideo

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Más de 10.000 personas viven de la pesca artesanal en Uruguay, desde Bella Unión al Chuy. Montevideo también tiene sus comunidades de pescadores, que ven peligrar sus fuentes de recursos por el avance de la pesca industrial, la utilización de agroquímicos y la construcción de grandes obras. Miércoles 11 de abril, tres de la tarde. Hace calor en Montevideo. Mucho. En las inmediaciones de la playa de Pajas Blancas no hay paneles electrónicos que indiquen la hora y la temperatura, pero seguro que hace más de 30 grados. Tampoco se ven esos edificios que, irrespetuosamente, roben la luz del sol a los vecinos. Aquí se ven casas bajas, dispuestas en forma de racimo, sin muchas rejas a la vista. En la arena, a pocos metros del Río de la Plata, seis niños juegan a la pelota. “Dentro de tres o cuatro años esos gurises van a andar arriba de las barcas, limpiando, sacando los palangres o ayudando a sacar las redes, haciéndose los primeros mangos. Todos los gurises del lugar lo han hecho”, dice Emilio el Zurdo Quintana. A él le tocó salir a pescar hace 50 años –cuando tenía 12–, pocos meses después de que falleciera su padre. Lo hizo por su familia (“para bancar la olla”), mientras aún concurría a la escuela. Carlos, un vecino que tenía una chalana y vendía pescados en ferias, le enseñó el oficio. “A mí me gustó la pesca de alma y siempre estuve en el mar. De mis antepasados ninguno pescó. Yo empecé a pescar en Pajas Blancas y en La Colorada”, relata. El Zurdo alternaba entre esos dos escenarios, el estuario y la escuela. “Salía de mañana en la chalana a revisar los palangres, volvía a tierra e iba a clases”. Terminó primaria y, de ahí en más, la pesca se convirtió en una actividad de tiempo completo para él. Se largó al agua en una barcaza “que hoy resulta obsoleta”, construida por José Sánchez, un carpintero gallego que vivía en el Cerro. Hace 50 años los pescadores tenían esperanzas de obtener buenos resultados en cada viaje. “Pajas Blancas era un reservorio de pescado, porque entraban a desovar a estas playas”. Carnada también había a “montones” en las cercanías de su casa; juntaban cangrejos en la barra del río Santa Lucía y en el arroyo Pantanoso. “Ahora no queda ni un cangrejo allí”, lamenta. 80% de la captura era corvina, pero también aparecían mochuelos y lachas. A los 20 años, en la década de 1970, el Zurdo decidió casarse y formar una familia. Ingresó en la pesca industrial con la ambición de lograr una retribución económica más estable, sin abandonar nunca la chalana. “En los barcos trabajaba todo el año: en el merluzero en el invierno y en los costeros durante el verano”. El Zurdo encontró “alternativas para traer el mango a casa, porque después de unos conflictos grandes que tuvimos logramos ganar algo, como que te pagaran la comida”. “Cuando yo empecé a trabajar tenías que pagarte la comida, y recién después de las 1.000 cajas de pescado capturados comenzabas a cobrar algo. No te pagaban nada en los barcos. Te daban la cucheta pelada y tenías que tirarte al agua, y después te pagaban con un papel de estraza y ni sabías lo que te pagaban. Después de las huelgas y las luchas que hicimos a mediados de los años 90 logramos que nos pagaran la comida, la ropa de agua e incluso la ropa de cama, que también debíamos llevar los pescadores”, cuenta. La mejora salarial le permitió “juntar muy buenas licencias anuales”, con las que generó el ahorro suficiente para comprar, en 1998, su primera embarcación artesanal, que bautizó Contra viento y marea. El Zurdo y su pareja tuvieron cuatro hijos, uno de los cuales, Julio, que hoy tiene 33 años, siguió sus pasos en tierra y en agua. Durante estos días el muchacho está embarcado en un pesquero industrial, pero también ingresa al río con la chalana.

De puño y letra

El primer contacto con el Zurdo fue en un pasillo de la Dirección Nacional de Recursos Acuáticos (Dinara). Él ayudaba a un joven pescador a realizar unos trámites y el cronista aguardaba el momento de entrevistar a un funcionario de esa dependencia. El Zurdo accedió a conversar en varias oportunidades durante las últimas dos semanas, e incluso preparó un cuaderno con unos cuantos apuntes sobre la historia y el presente de ese sector productivo. Lo que sigue es, apenas, un párrafo de ese rico material. “La pesca artesanal, llamada así por el arte que se utiliza y por las manos de los pescadores, se ha visto afectada por la pesca industrial de arrastre, los dragados, los movimientos de sedimentos en el fondo marino, los desguaces de los montes, la contaminación ambiental y sonora, las fábricas instaladas a orillas de los ríos y arroyos que vuelcan sus desechos tóxicos hacia el mar o el río, las plantaciones de eucaliptos y de oleaginosas con sus agroquímicos. La andanada agrícola de los últimos años ha sido funesta para nosotros, y se suma a los megaproyectos de construcción a orillas del Río de la Plata que no cuentan con un estudio de impacto ambiental serio, responsable, sin presiones. Los pescadores artesanales tendrán poco estudio, un nivel económico vulnerable y un modo organizativo complejo, pero lo que no se podrá decir nunca es que no tenemos amor por nuestro trabajo, que no sentimos apego a las costumbres y que no sabemos de los recursos y de los cambios climáticos”.

Fuegos y cantos

El año pasado, en la playa La Colorada, prendieron fuego la barcaza de los Quintana. En esa zona de Montevideo “hay problemas sociales”, “consumo de drogas”, “gente que duerme dentro de los barcos” y los destrozos no resultan extraordinarios. El Zurdo y Julio, con la ayuda de unos amigos, construyeron una nueva versión de Contra viento y marea, cuyo material principal es la fibra de vidrio. Además, sumaron tecnología que era inimaginable en la época en que el Zurdo comenzó a pescar. Hoy, como casi todos los pescadores, cuentan con una sonda y una pantalla que permiten visualizar los cardúmenes. Antes, los pescadores recurrían a sus sentidos para dar con los peces. El oído, el gusto y el olfato fueron herramientas fundamentales para capturar a las corvinas. El Zurdo asegura que en verano es capaz de escuchar “el canto de la corvinas, porque ellas cantan y roncan y nosotros las sentimos. Sentís cantar a las corvinas, porque vienen a desovar y sabés dónde están los cardúmenes”. Pero en el invierno, cuando el agua está fría, la corvina nada de modo silencioso, porque “no es el mismo pescado”. Entonces, antes de que aparecieran esas sondas, los pescadores probaban el gusto del agua. “Usábamos otra tecnología: era una botellita de agua a la que le llamábamos probador”. El recipiente se utilizaba para tomar una muestra de agua donde se hallaba un cardúmen, y al otro día los pescadores salían a navegar con ella y la cotejaban con gustos y colores que encontraban en diferentes puntos del río. Si aparecían las coincidencias en algún lugar, allí desplegaban las artes de pesca. “Era una tecnología bárbara para nosotros. Apostabas al olfato, a la suerte, a un montón de cosas”. “Antes, cuando no tenías las sondas, estabas todo el día haciendo lances, y ahora a los pescados los buscás con esos aparatos”, valora. La incorporación de ese instrumento permitió reducir las jornadas de trabajo. Ahora las redes se utilizan para hacer maniobras de encierro. Cuando se detecta el cardumen, desde las chalanas tiran una trampa enmallada sobre los peces y los suben a bordo en cuestión de minutos. En dos horas salen y vuelven a la costa. El trabajo se ha alivianado, pero la cantidad de pescado y los precios que los frigoríficos y sus intermediarios pagan por ellos también se han reducido, asevera.  https://findesemana.ladiaria.com.uy

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