Historias de hombres de mar el Mono Trias, o Lobo 4

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La mañana primaveral de 1997 se desarrollaba con normalidad en el MDN; el trabajo justo y sin apremios de tiempo. Cerca de las once sonó el teléfono:

– Cabo Correa Jefe, ¿cómo le vá?

Con el Cabo Enrique Correa compartí catorce de mis treinta años de carrera, algunos abordo y otros en tierra, y esa permanencia forjó una corriente de confianzas y respetos mutuos, algo característico en nuestra profesión.

– Con malas noticias Jefe: se nos murió el Mono Trías.

Después contó los detalles, pero a esa altura ya eran irrelevantes.

Conocí al Sub Oficial de Cargo Jorge Washington TRIAS (alias “El Mono”) en 1969, abordo del entrañable Destructor “Uruguay”, en un viaje de instrucción de la Escuela Naval. Él era Marinero de 1ra. y señalero, y resultaba imposible ignorar su presencia entre las teleras, no solo por el entonces imponente volumen y la voz gruesa, sino porque era un Señor Señalero.

Como parte del aprendizaje de destrezas, una guardia de ocho a doce fui asignado al Puente de Señales. El Marinero Trías me recibió con su campechana bonomía, diciendo: “…vos botija, quédate al lado mío y fíjate lo que hago, que vas a aprender…”. Y no se equivocó, porque aprendí muchas cosas, las del programa formal y otras vivencias adicionales. Por sus manos corrían las drizas transformándose en izadas multicolores que comunicaban al Barreminas Pedro Campbell las órdenes del Comando de División. Con la misma gracia y solemnidad las arriaba, estibando cada bandera en su lugar correcto. Mientras ejecutaba su labor con la ceremoniosidad y precisión de un músico concertista, iba explicando los fundamentos de cada una de las acciones, le prestáramos o no atención. Después, paternalmente nos ponía a prueba.

Con la excusa de conseguir agua para el “yes brown” (como le decía al mate, anglicando a su manera el modismo criollo “cimarrón”), en la mitad de la guardia solía desaparecer para regresar al rato con el termo y algún churrasco al pan o el clásico hueso de chiquizuela hervido en la sopa y la galleta, con los que acortaba las horas de todos los que compartíamos el espacio de SU Puente de Señales (porque no cabían dudas de que en su guardia, el lugar era suyo propio). Después de ese viaje dejé de verlo por algún tiempo.

Unos años más tarde, siendo Alférez de Fragata, embarqué por un viaje en el petrolero “Presidente Oribe”, cubriendo una suplencia súbita. Por entonces, el ya Cabo de 1ra. Jorge Trías era el Timonel de Maniobras del buque, puesto de extrema confianza para cualquier Comandante. Su precisión en el mantenimiento de los rumbos y de las enfilaciones era de suma exactitud y respuesta inmediata. Siempre recuerdo la entrada a una terminal petrolera de Venezuela, que llevó 8 horas de navegación y maniobras por el lago Maracaibo, poblado de buques de ida y de vuelta, donde nuestro petrolero de apenas 29.000 DWT compartía el tráfico con monstruos de 250.000 DWT. Durante las 8 horas Jorge Trías se mantuvo firma al timón, y su única conversación se limitó a pedirle a su ayudante que le alcanzara algún mate. Al regreso, con el buque cargado se repitió lo mismo. De Alférez de Navío marché con destino al Estado Mayor Naval, donde durante cuatro años tuve en suerte ejercer el mando sobre con una pléyade de tripulantes de caracteres excepcionales. Fue la segunda etapa de la formación profesional, la de la consolidación. Entre las personas a mi cargo estaba el ya Sub Oficial de 2da. Jorge Trías, un poco más viejo, bastante más gordo, pero igual que antes de colaborador; sin un Puente de Señales del que apropiarse por un rato, pero con la convicción de que al ser “el Sub Oficial” del Departamento, todos los tripulantes en cierta forma le pertenecían. Así aprendí algo nuevo: el sentido de propiedad de lo que se hace con dedicación y entrega.

Ese período estuvo inserto en los tiempos difíciles del Uruguay. Acorde a las circunstancias, en el Estado Mayor Naval hicimos de todo; algunas tareas propias de la organización y otras no tanto. Entre estas últimas surgió la custodia VIP sobre visitantes extranjeros. Fueron varias. Con la primera aprendimos, con las siguientes dimos forma a una guía de procedimientos que sirvió de marco de referencia durante varios años. Los grupos y los equipos se armaron respetando las idoneidades de los individuos. Uno de ellos estaba al mando del SOS Jorge Trías, su señal de llamada “LOBO 4”, y con el correr de las misiones esa característica se apropió del hombre.

Producto del servicio naval, compartí muchas horas con el SOS Trías, conversando sobre abundantes cosas que siempre giraban alrededor de dos temas centrales: la Familia y la Armada, que en su caso se fundían en una sola unidad. Contaba a menudo que su Padre, el extinto Sub Oficial de Cargo Ramón Trías, había educado la prole en el cariño hacia la institución, y producto de ello cinco de los siete hijos habían ingresado a la Armada. Resaltaba con orgullo que él mismo, al día siguiente de cumplir los 18 años concurrió al Servicio de Reclutamiento a pedir ingreso.

Siguiendo el curso natural de la vida, un día formó familia propia y, Doña Teresa primero con Jorgito después, pasaron a ser el faro, motivo y razón de una existencia, que siguió estrechando el vínculo con la institución cuando le fuera asignada una vivienda de la Armada en el complejo Capurro. Entonces, el hogar y la vocación conformaron un sincretismo personal, dentro del orden de prioridades Familia, Armada y Patria.

Volví a compartir destino con el Sub Oficial de Primera Jorge Trías cinco años después, nuevamente en el Estado Mayor, esta vez como Capitán de Corbeta. El Uruguay había retornado a la normalidad institucional, y teníamos mucho trabajo de reorganización para las nuevas tareas. Como nos conocíamos bien, resultó sencillo coordinar las actividades. En esa oportunidad, siendo Oficial de División y ya con varios años vistiendo de kaki, era el verdadero Sub Oficial de la Unidad. Nuevamente, su colaboración fue franca y leal, como siempre lo fuera. Descollaba en el campo de la conducción, guiando y orientando a los Tripulantes bisoños, ejerciendo mando y control sobre el Personal en forma directa, al tiempo que le hacía saber a los Oficiales nuevos que la problemática del Sollado (para los no navales, es el alojamiento de Cabos y Marineros) era su jurisdicción y no la de ellos.

Pero también comenzaron a aparecer problemas de relación, derivados de otros cambios. La informática irrumpía en las vidas de todos, alterando los esquemas anteriores. Los Oficiales Subalternos surgían con una mayor capacidad técnica que antaño y se inclinaban a trabajar con aquellos hombres que pudieran acompañar su conocimiento. De un día para otro, como ocurrió en todo el país con los viejos capataces de obras y fábricas, el Sub Oficial clásico pasó a verse como un dinosaurio. Las generaciones de Oficiales jóvenes fueron deslumbradas por la tecnología, y durante algún tiempo desconocieron que la conducción de hombres es lo que diferencia al líder militar del civil, relegando inconscientemente a un experiente sector de la dotación naval.

Jorge Trías presintió el embate; veintisiete años de servicio le habían dado el tipo de cultura que no se compra ni se adquiere en un aula. Por ello, una mañana me sorprendió informándome que habría de anotarse en un llamado a concurso de Sub Oficiales voluntarios para servir en los faros. Entre mate y mate hablamos largo y tendido; otra vez me asombró su sabiduría de vida, al explicarme una visión de la realidad de la Unidad, su visión del futuro al que deberíamos enfrentar, y de su convicción en que la clase de servicios que él ofrecía ya no eran necesarios allí.

Un día se cumplió el pase; después de trece años de servicios en el Estado Mayor zarpó rumbo a la Isla de Lobos, la que de ahí en más sería SU isla, aunque más no fuera la mitad del mes. Lo pude comprobar personalmente cuando un sábado de invierno recalé por allí a compartir el fin de semana. A través del pescador que me transportó supe que ya era querido por todos aquellos que estaban vinculados a las aguas locales, por lo mismo de antaño: la hombría de bien. El ambiente de eficiencia, cordialidad y distensión de la isla me demostró que el Jefe llevaba firme el timón. Quizá por eso, un buen día lo tuvimos promovido al Faro de Punta del Este (que contiene la residencia de verano del Comandante en Jefe) y a Sub Oficial de Cargo.

Regresé al Estado Mayor en mis últimos dos años de Capitán de Fragata, y a partir de esa fecha nos comenzamos a ver con relativa asiduidad. Por asuntos de servicio solía viajar a menudo al Este, y aunque mi destino no fuera el faro, siempre me tomé unos minutos para pasar a hablar con él. En cada oportunidad repetía el mismo ritual. Al llegar al alto de Punta Ballena, pulsaba el micrófono de la radio para, en frecuencia de trabajo de los Faros y de manera informal, decir: “….- Lobo 4, este es Lobo-…”. Yo sabía que él estaba atento al equipo, atendiendo los requerimientos de los faros de Isla de Lobos y de José Ignacio, o los llamados de Montevideo, pero también que su voz inconfundible no podía responder ese tráfico irregular, no sería un buen ejemplo para los demás operadores de la red. Por eso, al escuchar de retorno dos golpes de placa confirmaba que me había recibido; entonces le avisaba del arribo en minutos y de las intenciones de tomar unos mates, empleando el lunfardo común que desarrolláramos en los años de trabajo juntos y que pocos comprendían: “….-Lobo – ETA 30 – Arma yes brown-….”. A veces esas charlas se prolongaron por varias horas, porque su palabra de hombre sabio me hacía bien.

Lo ví por última vez en julio de ese año, y aunque no pude avisarle el ETA, igualmente recalé unos minutos. Desde entonces he vuelto a viajar hacia el Este, pero cuando lo hago me falta algo al llegar a los altos de la Ballena. Me faltará el amigo al que visitar. De todas formas, y aunque no tengo radio naval en mi auto particular, igualmente diré “….Lobo 4, arma yes brown….”. Yo sé que, desde donde sea que esté, Jorge Trías me escuchará sonriendo.

Capitán de Navío (R) FRANCISCO VALIÑAS

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