«SOY EMPRESARIO, AVENTURERO Y CORSARIO»

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collado

De buzo profesional a buscador de tesoros, ahora su proyecto es reflotar un barco inglés cargado con oro, ya ubicado frente a Colonia, y convertirlo en parque temático.

El verano se despide con bríos en Colonia del Sacramento. Los turistas pasean por el Barrio Histórico; algunos llegan por la avenida General Flores y se asoman a las rocas sobre el Río de la Plata. Unos 350 metros más allá, bajo las aguas marrones, está el buque de guerra inglés Lord Clive. La mayoría no lo sabe y nada se divisa de los restos, pero con un poco de imaginación y el relato de Ruben Collado, buscador de tesoros, se puede ver la película de lo ocurrido otro verano, hace mucho.

Es el 6 de enero de 1763. El Lord Clive, acompañada por otras naves y portando tropas propias y también portuguesas, intenta el asalto a Colonia, en el marco de un plan de invasión al Río de la Plata. El poderoso barco, con 64 cañones, ancla en el río y prepara el ataque, todo a la vista de los aterrorizados pobladores. Pero los cañones están demasiado altos y sus balas pasan por encima de la plaza, sin causar daños. Los españoles bajan sus pequeños cañones a la playa y comienzan a disparar. Una bala, calentada al rojo, impacta en una vela e inicia el fuego. En pocos minutos el barco se incendia y naufraga. Algunos soldados y marineros intentan llegar a la costa, pero el capitán español no se confía: la mayoría son tipos rudos, reclutados a la fuerza en las tabernas y preparados para el combate con unos cuantos tragos de ron. Y ordena fusilarlos en el agua.

Los pocos que alcanzan la orilla son hechos prisioneros. Quienes parecen oficiales son torturados hasta que hablan y después ahorcados. Algunos sobrevivientes son enviados a Buenos Aires. De allí pasarán al interior, formarán familia. Y con el tiempo, algunos de sus descendientes acompañarán a San Martín en su cruce de los Andes, siempre para combatir al español.

El Lord Clive traía varios arsenales, 100.000 monedas de oro para los gastos de la expedición, un cargamento de sedas y 100 mil litros de ron. Y hasta tenía el tesoro de Buenos Aires, que habían capturado días antes, cuando los españoles pretendían llevarlo a la más segura Montevideo. Para evitar el reflotamiento del barco, se arrojaron sobre el precio piedras de la vieja muralla coloniense.

Si el proyecto de Collado llega a buen puerto, para utilizar una expresión marina, el Lord Clive emergerá de las aguas en un año para ser el centro de un parque temático. Ya se conoce su ubicación exacta e incluso los buzos extrajeron de las aguas algunos objetos, que devolvieron al lugar tras identificarlos. En pocos días, el equipo empezará a retirar las piedras que lo cubren. Desde hace seis años Collado vive en Colonia para dedicarse a este proyecto. Y se define «empresario, aventurero y corsario».

En tierra.

Muchos años antes, aunque prefiere no decir cuántos, Collado era jugador de rugby y aspirante a arquitecto en su La Plata natal. «La ciudad de las diagonales, las universidades y las revoluciones», comenta en el living de su apartamento,repleto de material de buceo y réplicas de barcos, incluso un Lord Clive de dos metros. Como el rugby le costó varias costillas rotas, pasó al boxeo. Y le llenaron la cara de dedos, según recuerda. Un día, un amigo le sugirió hacer buceo.

«Me inscribí en un club y me gustó. Justo se emitían dos series de televisión, Los Acuanautas e Investigador submarino. Estaba de moda y ganábamos señoritas. Y me convertí en buzo profesional. Hice toda la carrera y llegué a instructor internacional», cuenta. Dejó sus estudios y tuvo otros empleos, desde boletero en el hipódromo platense hasta encargado de relaciones públicas de Carlos Gesell, el pionero del balneario que lleva su nombre.

—Como buzo, ¿enfrentó situaciones peligrosas?

—¿Cuántas horas tiene, para que le cuente?

—Tengo que volver a Montevideo en dos horas.

—Entonces le cuento una sola. Con dos compañeros nos tiramos en una playa de la Marina en Puerto Madryn, como entrenamiento. Bajamos por una pendiente de 70 metros y luego había una playa. Salimos a nadar a unos 500 metros de la costa pero luego la marea empezó a subir. Seis, siete, diez metros. Cuando quisimos acordar estábamos aislados, con la pared de 70 metros adelante y el mar golpeando. No había manera de volver. Les dije a mis amigos que se sostuvieran de una roca mientras yo iba a buscar ayuda. Pero no podía llegar y me fui al fondo para dejarme morir. Estando abajo pensé que era una vergüenza lo que estaba haciendo. Como pude llegué a la orilla. Luego me mostraron que a poca distancia de donde estábamos había una playa segura, con niños chapoteando en la orilla. Aprendí entonces una lección: nunca salir sin conocer bien la zona.

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