Esas cosas que tiene la gente de mar -Última Parte-

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De repente vimos un grupito de jóvenes brasileros cantando en torno a un par de guitarras y una especie de tambor. Nos acercamos y poco a poco nos sentimos embelesados… una de las guitarras estaba en manos de una hermosísima chica de pelo azabache y mirada celeste, quien con una maravillosa voz cantaba aquella fantástica melodía de Vinicius de Moraes, “Se todos fossem no mundo iguais a você”. Lo curioso es que cuando nos acercamos en silencio, Raúl comentó en voz baja, “me está mirando, me está cantando a mi”… los demás no lo podíamos creer pero era cierto. Ella tenía su mirada fija en él mientras cantaba. Seguimos acercándonos y entonces nos dimos cuenta… su mirada seguía fija en un punto, ahora atrás de Raúl… sus ojos miraban sin ver, pues era no vidente. Sin duda Dios había compensado su minusvalía, dotándola de una voz fascinantemente dulce. Cuando terminó, todos aplaudimos, algún extrovertido hasta chifló. Cuando vieron que éramos uruguayos nos invitaron a integrarnos con la clásica buena onda del brasilero, aunque haciendo referencia por cierto a que la Verde-amarela siempre le iba a ganar a la Celeste. Las canciones de Vinicius se fueron sucediendo y algunos compañeros improvisaron tambores y una matraca para acompañar. Todo era alegría y entonces ocurrió. Nuestras miradas se cruzaron. Ella sí veía y me estaba mirando a mí sin duda. Armé mi mejor sonrisa y me arrimé a ella. Rubia y también con el embrujo de las brasileras, en ese momento me pareció lo más bonito que se había cruzado en mi camino. Lentamente y como sin quererlo, fuimos caminando y alejándonos del grupo. El sol iba cayendo mientras yo pensaba por primera vez en mi vida, que quizás eso era el amor. El horizonte estalló en rojos y llegó la noche mientras ambos discretamente tras unas rocas dimos rienda libre a nuestra juventud. Fue un bellísimo anochecer hasta que escuchamos gritos. Por un lado, mis compañeros me llamaban a mí y por otro lado sus amigos a ella. Con una cuota de inocente vergüenza, nos integramos nuevamente al grupo y todos nos despedimos quedando para el día siguiente en el mismo lugar. La seguí con la mirada hasta que su figura desapareció y luego banqué con humor las bromas envidiosas de mis compañeros. Pero mi alegría desapareció completamente cuando al día siguiente Río de Janeiro amaneció con un cielo encapotado y una lluvia torrencial que no paró en todo el día. Me fui igual a Praia Vermelha, solo, nadie me quiso acompañar. La recorrí de punta a punta, también fui a las playas vecinas de Flamengo y Copacabana. Nada, ni rastros de ella, ni del grupo de bulliciosos brasileros. Cuando finalmente decidí retornar a bordo, a última hora del día, me perdí y dí un montón de vueltas. Volví cansado y empapado pero nada me importaba, solo sentía una fuerte amargura y decepción, porque al otro día zarparíamos temprano y ya no volvería a verla. En esos tiempos no había internet… mantuve la esperanza de volver a encontrarla en otro viaje y las dos veces que volvimos a Río en otros años, invariablemente volví a recorrer la playa, una y otra vez, de punta a punta. No tuve suerte. Nunca más volví a verla. A veces fantaseo pensando que tengo un hijo brasilero o mellizos o trillizos ¿quién sabe? A lo mejor una rubia pequeña y bonita como ella, Dios qué calor que hace, no sé cómo los griegos bancan estas temperaturas. Los huesos se siguen quejando y me cuesta respirar. Obvio que me agarró la vejez, creo que este año desembarcaré por fin. Estoy acostado en el alojamiento de proa y el calor es insoportable. Ruben viene a buscarme, me mueve y me insiste en salir a cubierta, buen amigo, pero está un poco pesado. Hace mucho calor y no le hago caso. Solo quiero descansar y dormir.

Atardecer de agosto en el Puerto El Pireo, Grecia. La temperatura marca 45º y el calor agobia. El ómnibus con la excursión que había ido a visitar “La Acrópolis” llega al muelle junto al Miranda y dos tripulantes se acercan corriendo a la búsqueda del médico que venía en el bus. Uno de ellos, el Marinero Ruben Silva, lo llama gritando:

– Doctor, Doctor, venga rápido que se nos muere – el médico baja asustado y pregunta:

– ¿Qué pasa, quien se muere?

– Es Foque Doctor, está muy mal, no se mueve y apenas respira. Está abajo, en el alojamiento de proa.

El Dr. Alejandro Ettlin se apresuró. Sabía que Foque no era un tripulante más, era uno particularmente muy querido. Se lo habían dejado claro apenas se presentó en el buque meses atrás en Montevideo. De hecho, sus primeras tareas fueron el chequeo preventivo de toda la dotación, la vacunación correspondiente, el aprovisionamiento de material médico-quirúrgico, de medicamentos y por cierto la sanidad de Foque, el perro mascota del “Capitán Miranda”. Reconociendo su falta de preparación en esa área, el Dr. había contactado una veterinaria para un control y vacunación. Fue gente muy amable, que sintiéndose halagada y orgullosa de atender a la mascota del Velero Escuela, lo fueron a buscar en una camioneta, lo bañaron, le cortaron el pelo, le administraron vitaminas y vacunas y no quisieron cobrar honorarios, como forma de colaboración con el viaje. Ya en esa oportunidad, el Doctor había compartido su preocupación con ellos, porque había percibido que Foque al subir las escaleras quedaba fatigado y por analogía con los seres humanos era un síntoma a cuidar. Los veterinarios le explicaron que los perros a determinada edad sufren de insuficiencia cardíaca. Si bien no estaba clara la edad que tenía, ya llevaba 12 años a bordo, pues había embarcado en 1987 y se veía en su aspecto y pelaje que era de edad avanzada.

Cuando el Doctor llegó hasta Foque, lo encontró agonizante. Apenas respiraba prácticamente ahogado en secreciones respiratorias, seguramente producto de una descompensación cardíaca y el intenso calor reinante. Intentó administrarle oxígeno y adrenalina, pero fue infructuoso. Pocos minutos después Foque fallecía, provocando una tristeza generalizada en la tripulación y pasando a formar parte de esas historias que con el tiempo se transforman en leyendas. Esto supuso para el Comandante del Velero Escuela, Capitán de Navío Ney Escandón una preocupación adicional por el estado anímico de la tripulación. Foque había sido un perro amable, amigo de todos, presidentes, reyes, embajadores, de cuanto uruguayo pisó esas cubiertas, pero fundamentalmente de los tripulantes del alojamiento de proa, que llevaban varios años embarcados y compartiendo singladuras con él. Se calcula que visitó 178 puertos y navegó 222.761 millas náuticas. Algunos deseaban embalsamarlo para que su cuerpo llegara a Montevideo, otros sugerían un entierro en el mar. El Comandante, en consultas con el Doctor a bordo y una taxidermista a quien se contactó en Montevideo, mediante el Segundo Comandante, en ese entonces Capitán de Fragata Roberto Bruce, llegó a una inteligente solución de equilibrio que contentó y de alguna forma consoló a todos.

La primera parte fue íntima del Doctor. En base a sus recuerdos de cacerías de la juventud y habiendo visto a cazadores como cuereaban a las nutrias para vender los cueros, buscó la forma de hacerle menos daño al cuero, con especial cuidado al llegar a las patitas y el hocico, para que luego el taxidermista con experiencia pudiera reconstruir la forma. El cuero y el cráneo debían ser preservados hasta la llegada a Uruguay que estaba prevista para dos meses más tarde, para lo cual recurrió a formol, sal gruesa y un refrigerador exclusivo para tal fin. Y por supuesto, se guardó su capa marinera. Tenía dos, faltaba más, una negra para el uniforme de invierno y otra blanca para el de verano, ambas con las insignias de Cabo de Primera qué simbólicamente le habían sido otorgadas como reconocimiento a sus millas navegadas. En las llegadas y despedidas de puertos y en las recepciones de autoridades, su figura uniformada y de la correa de un tripulante, era infaltable siendo uno más en la formación de honores y recibiendo siempre muestras de afecto de quienes abordaban el Velero, donde la mayoría quería sacarse fotos con él. Resultó curioso como entrado el siglo XXI, en puertos argentinos, brasileros y españoles, viejos amigos y conocedores del “Miranda”, seguían preguntando por Foque y recordándolo con simpatía, excepto quizás aquel Cónsul, a quien vaya a saber que olor sintió en sus zapatos, que lo motivó a marcarle el territorio encima del pie…

Tiempo después, el taxidermista haría un buen trabajo. Con su capa negra de invierno, se le vestiría y se colocaría en una caja de vidrio, que hoy es atracción obligada en el Museo Naval. Muchos, sobre todo los niños lo ven, preguntan y se asombran al escuchar la historia. Es que hay muchas cuentos y leyendas de perros y barcos en el mundo, pero la historia de Foque es real, es nuestra, es entrañable y orgullosamente uruguaya. Cada tanto aparece por el Museo Naval gente mayor, que va a verlo y de alguna forma recordarlo. También gente que navegó con él, como su gran amigo, el entonces Suboficial Paulo Sánchez, quien años más tarde fue a visitarlo al Museo con sus tres hijos. Cuando les contó sus historias y sus largas charlas bajo las estrellas, mientras él le hablaba y Foque, cruzada una pata delantera sobre la otra, muy atento lo miraba en silencio, su hija mayor Gabriela de 10 años, le dijo emocionada: “Seguramente te escuchaba y te entendía papá, porque los perros son muy inteligentes”.

La otra parte del final de Foque, fue más difícil en lo colectivo, pero cumplió viejas tradiciones marineras. Eran las 19. 30 horas del día 21 de agosto de 1999, navegando al rumbo 290º en aguas abiertas, luego de dejar atrás el Canal de Corinto, se hizo una formación general. Los huesos y restos de Foque en una caja cerrada, fueron dispuestos sobre una tabla apoyada en la baranda de la cubierta principal y cubierta por un pabellón. Tres tripulantes, uno a cada banda y otro en el otro extremo sostenían la tabla horizontal. El entonces Cabo de Primera R/T Carlos Andrés Cabrera, fue el encargado de decir unas palabras que fueron recogidas en parte por el Facebook de la Escuela Naval: “Tengo el honor, porque no puedo, ni imaginar el sin número de integrantes de nuestra Armada Nacional, que a pesar de ser éste un amargo trago, quisieran hoy en su propia voz dirigir unas palabras de homenaje al que fuera un muy singular compañero de tantas singladuras, Foque… A quienes nos tocó recibirlo como cachorro durante un frío invierno del 87, alistando el viaje de la primera vuelta al mundo, recordamos con cariño ese momento y todos aquellos cuando el alegre y juguetón cachorro nos acompañaba con buen o mal tiempo, en momentos de alegría y también los de melancolía o tristeza. Ahí estaba él… Era amigo de todos, aunque también tenía a sus predilectos, -quizás algún viejo tripulante de cubierta o algún cocinero-, experto marino, estaba presente en formación y maniobras, en tempestad o en la calma. Cabo de Primera Foque, el “Capitán Miranda” no te olvida. Hasta siempre”. Cuando con voz quebrada culminó sus palabras, se escucharon honores de pito, la tabla fue inclinada y mientras se mantenía agarrada la bandera, la caja se deslizó hacia el mar. El Navegante marcó el punto en la carta náutica del “Miranda” que aún hoy se conserva.

¿Exagerado o justo? ¿Sobredimensionado o apropiado? La adjetivación queda a cargo del lector. Seguramente quienes conocen el cariño de una mascota o quienes han vivido tiempos prolongados en el mar, cuando la nostalgia anima a acariciar un pelaje amigo o hablarle a una cara que nos mira con fiel devoción, podrán apreciarlo con mayor justicia. Y decididamente quienes priorizan el estado anímico de una tripulación, como hizo el Comandante en esa oportunidad, también coincidirán. El famoso escritor español, Arturo Pérez Reverte, que además es un eximio navegante a vela, que ha compartido cubierta con su mascota, escribió una carta en su columna “Patente de Corso” donde con su pluma filosa decía: “No hay nada en el mundo como ellos. No hay compañía más silenciosa y grata. No hay lealtad tan conmovedora como la de sus ojos atentos, sus lengüetazos y su trufa próxima y húmeda. Nada tan asombroso como la extrema perspicacia de un perro inteligente. No existe mejor alivio para la melancolía y la soledad que su compañía fiel… Cuando uno de nosotros muere, no se pierde gran cosa. La vida me dio esa certeza. Pero cuando desaparece un perro noble y valiente, el mundo se torna más oscuro y más triste”.

Al romperse la formación, el entonces Marinero Marcelo Escobar, conocedor de las historias de Foque y gran compañero suyo, apesadumbrado, se prometió que al llegar a Río de Janeiro, la última escala del viaje, iría a Praia Vermelha, a ver si encontraba algún perro o perra, cruza de un Pomerania con una Labradora dorada. Durante los primeros días todos echaron en falta la figura del animal y sus clásicas caminatas por el buque. En horas diurnas su lugar preferido era la cubierta de botes, debajo del Zodiac y arriba de los cabos. Iba a todas las maniobras y caminaba por ambas bandas con natural agilidad, aún en tiempos de tormenta. En la noche, su lugar habitual era en los alojamientos de proa. Era de los tripulantes más antiguos y todos le hacían lugar en el castillo de proa. En las maniobras de vela solía ir al palo mesana y a veces, a controlar la maniobra de proa. Tenía claras las horas de rancho y los horarios de la panadería. Por cierto, viejos cocineros que conocían sus gustos, solían prepararle jugosos churrascos. Foque recibía afecto y lo devolvía por igual. Su anecdotario registra una única oportunidad en que mordió a una persona. Fue en la Camareta de Suboficiales, donde estando acostado en un sofá, un Suboficial no lo vio y se le sentó encima. El rezongo y la forma como fue despedido, motivaron que esa Camareta quedara fuera de sus circuitos habituales.

El viaje de Instrucción del Velero Escuela en 1999, había sido seguido desde Montevideo de una forma singular y simpática. Un programa de la radio Océano FM llamado “Ni más ni menos”, que se emitía todas las mañanas de lunes a viernes, tenía un espacio especial los miércoles, llamado “Todos a babor, todos a estribor, contacto con el Buque Escuela Capitán Miranda”. El programa era conducido por la periodista Claudia García, quien se comunicaba con el Comandante, de quien decía era un gran comunicador y con otros tripulantes. Entre las descripciones de ellos con las novedades del viaje y la clásica calidez de Claudia, conformaban un espacio que era muy escuchado, pues además de contar con los naturales y fieles oídos de las familias de quienes iban embarcados, tenía una muy buena audiencia general. El miércoles siguiente a la partida de Foque, obviamente su evocación fue el eje central de esa comunicación. Claudia sabía que era un personaje, un alma muy querida a bordo y muchos recuerdan la forma sensible con que ella trató ese episodio, intentando compensar la tristeza general con el recuerdo de tantas andanzas felices de Foque, el sentimiento por los animales sublimado por la lejanía, las leyendas y costumbres cuyos orígenes se pierden en el tiempo y una reflexión final que deslizó con un dejo de melancolía al cerrar el programa: “son esas cosas que tiene la gente de mar”.-

El autor agradece al Museo Naval y a las personas nombradas en el texto, por sus comentarios, anécdotas y recuerdos que permitieron dar forma al presente relato.

C/A (R) Hugo Viglietti

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